Te informan de golpe que tienes apenas treinta minutos para abandonar tu hogar, pues un bombardeo inminente convertirá en escombros el edificio. Durante horas, aviones han surcado el cielo a baja altura, y ahora resulta incomprensible: hace instantes todo era normal, y tus únicas inquietudes eran el trabajo, la familia y tus aficiones. De repente, todo se desploma, como si fuerzas poderosas movieran los hilos de tu existencia.
Cada rincón de tu casa, desde cada habitación hasta la planta entera donde viven tus vecinos, está destinado a quedar en ruinas. Solo dispones de treinta minutos para hacer una mudanza vertiginosa y recoger aquello que logres salvar. ¿Estás sola? ¿Tienes hijos? ¿Hay alguien enfermo o vives con más personas? El tiempo corre; ya han transcurrido cinco minutos y tus pensamientos divagan hacia cosas que posees en otros sitios, en casa de tus padres o de tus abuelos, lugares demasiado lejanos para considerar ahora. No puedes permitirte distracciones.
¡La ropa! No se trata de elegir lo más caro o elegante, sino lo esencial para afrontar el frío y la lluvia que te esperan. No se trata de vestimenta para vacaciones, sino de lo que usarás en las próximas semanas, quizá meses. Deja de lado las nostalgias y toma lo más práctico.
El teléfono es imprescindible, sobre todo si no estás sola, y no olvides los cargadores. Lleva contigo dispositivos portátiles: las tabletas y los portátiles son útiles, mientras que los ordenadores de escritorio resultan demasiado voluminosos. ¿Por qué no habías hecho una copia de seguridad en un disco duro? Ese pequeño dispositivo podría resguardar tus fotos y recuerdos. Y no olvides los documentos legales: escrituras, identificaciones, pasaporte, registros de propiedad… Sin ellos, pierdes tu identidad; sin papeles, eres invisible, una mera estadística en la lista de los olvidados.
Descarta la idea de llevar instrumentos musicales grandes, como la guitarra o el violín de tus hijos. Sin embargo, rescata la flauta con su funda, haciéndolo con cuidado. Arrancas algunas fotos de la pared, doblándolas de manera abrupta, y las guardas sin pensar en su valor sentimental. Piensas en tus libros, pero te preguntas qué utilidad tendrán en una isla desierta cuando el bombardeo ha convertido tu hogar en un escenario de destrucción. Los volúmenes que amas ocuparían espacio que podrías destinar a prendas esenciales, pañales o camisetas para los pequeños. Aquellos libros que estaban en la mesilla quedarán atrás para siempre. En momentos de tanta tragedia, importa poco quién sea el culpable, ya sea un asesino en un pequeño pueblo europeo o las utopías de un idealista.
¡Las medicinas! Recoge todas las que encuentres: tanto las que usas regularmente como las que ya han caducado, porque en la calle, entre los desplazados, en campamentos de refugiados o en solitarias carreteras, habrá innumerables personas heridas, enfermas, desnutridas, embarazadas o ancianas que necesitarán medicamentos.
Agarras un cuchillo sin estar seguro de su utilidad, pero lo incluyes en el botín: uno lo suficientemente mediano para cortar un trozo de pan sin ser inútil en una defensa. Junto a él, recoges un par de cucharas y tenedores, a pesar de lo insignificantes que ahora parezcan todos esos utensilios. Intentas meter una olla, pero resulta demasiado voluminosa; sin embargo, ¿dónde cocinarán, dónde calentarán agua?
Los minutos se escapan. ¿Ya han pasado quince? ¿Veinte? Los aviones continúan dejando tras de sí una estela de humo y polvo, y te preguntas cuál soltará las bombas. Has evacuado a todos de la casa, y ahora te esperan afuera. Sigues decidiendo qué empacar en esas dos maletas que puedes llevar, una en cada mano, y rápidamente se llenan. Tomas una maleta más grande, vaciando en ella la más pequeña, aunque dudas de cómo podrás transportarla; más de dos maletas es impensable. Los niños ya tienen sus mochilas, pero tú aún piensas, piensas, piensas…
¡No olvides la comida! Abres la nevera y el congelador, buscando entre las latas algo comestible. Sin agua ni alimentos, ¿cómo podrán sobrevivir? Dejas de lado una lata para incorporar una radio y un paquete de baterías que, por suerte, están a mano. Recuerdas aquella película en la que el protagonista siempre se llevaba su maceta al cambiar de casa. Debes dejar atrás las plantas. ¿Qué harás con tu perro, ya anciano y agotado? Lo pensarás después, pero en este éxodo no hay lugar para mascotas; sin comida para humanos, ¿quién pensará en los animales? De repente, una idea fugaz cruza tu mente: «los perros seremos nosotros».
Un estruendo te saca de tus pensamientos y te obliga a correr. Ves la aspiradora en un rincón y anhelas que existiera una máquina gigante que pudiera evacuar a todos de inmediato. No necesitas ni la escoba, ni el recogedor, ni la tabla de planchar, ni el tendedero, ni siquiera las pinzas, salvo quizá una para el cabello, unas tijeras o alguna herramienta pequeña. ¿Recogiste bien las medicinas? ¿Y las gafas? No puedes olvidarte de ellas… Tampoco del dinero suelto, de la tarjeta, de esos anillos, colgantes y relojes que podrías cambiar por algo de comida.
Agarras un cuaderno, algunos bolígrafos y un lapicero, por si precisas anotar algo en este caos. Incluso incluyes un viejo directorio telefónico, en caso de que necesites recurrir a antiguos contactos, pues ya no te memorizas números como antes. Aspirinas, paracetamol, ibuprofeno, Enantyum… “Nos dolerá la cabeza”, piensas, mientras añades yodo para heridas, tiritas y crema para rozaduras. Sin medicinas, la situación se complicará aún más, especialmente para aquellos que dependen de fármacos diarios: insulina, medicamentos para la hipertensión, antidepresivos… La desesperación se asoma.
Con ternura, metes en la maleta el único peluche que tu hijo había perdido y que lo había hecho llorar, para que al menos tengan algo que compartir en medio del caos.
El tiempo se agota. Aún quedan ventanas abiertas, ropa tendida en el patio y el trajín de recoger objetos cotidianos. Te colocas otro abrigo sobre el ya puesto, coges las llaves sin esperar que sirvan de algo, y, de reojo, observas una vieja fotografía de tu madre y tu abuela, ya desaparecidas. La incluyes en la maleta, apartando de tu mente la idea de que este sea un adiós definitivo. Todo lo que dejas atrás –un sacapuntas, un pequeño atril, un costurero, una pluma con sus tintas, la máquina de coser, posavasos, servilletas, altavoces, esa televisión gigante, el vino guardado para una ocasión especial, la comida en el congelador, limas, tazas de recuerdo, perfumes, cremas, una tostadora, un paraguas– parece ahora trivial, casi como un payaso con la cara pintada de blanco que huye de la destrucción.
De pronto, suena el despertador. Te detienes a pensar si debes llevarlo, pero te das cuenta de que es solo la alarma de tu teléfono. Vacilas unos instantes: ¿fue todo una pesadilla? ¿Tan real como parecía? Empiezas a reconocer tu habitación. Al lado, en el baño, te espera una ducha caliente y se percibe el aroma tenue del café. La luz se cuela tímidamente por la ventana, y el ambiente se calma. Pero en el fondo, la noticia resuena: Trump y Netanyahu han decretado que todos los palestinos deben abandonar Palestina, planeando transformar la Franja de Gaza en un lujoso destino exclusivo para los ricos. Mientras entras en la ducha, una inmensa ola de tristeza y vergüenza te inunda, recordándote la fragilidad de la vida y la rapidez con que puede desmoronarse todo lo que conocías.